El silencio y la pausa

Cuando terminé de leer “Mañana no será lo que dios quiera”, del poeta Luis García Montero, le escribí lo siguiente:
“Voy en un tren. Me acuna el balanceo constante del tren de cercanías. Me cobija el sol de verano que obliga a la desnudez, acaso sólo para decirte cuanto pesa un llanto que brota de algo interno e intenso, pleno, sin media. Tus palabras revelan mucho más que ayer, cuando no comprendí todavía que en un rumano -camarero y silencioso-, puede concentrarse la vida entera de quien nos dejó. Después de leerte, comprendo que también hay amigos de separación imposible”.
Releo esto y apareces tú, cuando los silencios empiezan a ser más llenos de la cuenta. Es martes y es mes, es más pasado y más pesado. Pasa tan lento que cansa más. Es día dos, es martes, otra vez las siete y media, la hora definitiva en que volvemos a encontrarnos, a estar juntos. Está nueva vida nace contigo cada vez que te miro, y ambos, los dos, en silencio y fumando. La serena compañía del recuerdo nos lleva, y seguimos andando con la totalidad que sale de tu voz.

DF-ctuoso


En la boca del lobo que es México; mi estómago y espalda; el centro y mi pasado, mí atrás es de fuego y aparece doliendo en el duodeno de lo presente. El dolor también es de alegría, una pausa en el tan tanto. Estar en defe es caminar en un hilo, cualquier inclinación puede ser fatal. Todo está a punto de explotar, el decoro es decorado, dentro siempre pulsa algo definitivo. Los volcanes en un pulmón a punto de erupcionar siempre. El centro es epicentro para la emoción, siempre tensa, sin distracción. Aparcar es una bomba de tiempo, transitar es un desquicio. Caminar es salto de peatón a punto de panteón. Los abrazos son de día y el chipotle de noche. Pica todo porque siempre hay algo más para sentir. La calma es un estornudo. Bendita maldición defeña. Crisis es México sin coches define Sabina, avinagrado y con rosas, en su último disco.

La manzana de la concordia

Mar manzanaEl campo de manzanas es un espejo, un cristal; me enseña lo que no soy, hace aceptar mis límites, dobla mis fuerzas, refleja mi debilidad que empieza a doler (sólo si no la acepto). El espejo manzanero muestra la edad de todas las cosas. Era verdad, del mar nacen manzanas también. Uno ochenta por saco son cuatro días de irrealidad; cinco horas es un lustro; la sed es impropia, el día una hucha, una alcancía imposible de llenar. Lo que duran las horas es el cuerpo que tenemos. El sol es rodilla y la noche una bendición. Acabar no existe, siempre hay alguna manzana que se ha quedado atrás. Apañar es recoger, apañar es atar, apañar es buscar, apañar es doblarse hasta que crujan los huesos. Lo duro no es no poder, lo duro es saber cuantas cosas no hicimos ni podremos hacer ya. El mar de manzanas muestra cuánto cuesta llegar, cuánto pesa un precio, por qué vale romperse, quién tiene lo que nos falta. Recoger manzanas a cuatro patas, en cuclillas, sentado, recostado, doblegándonos, agachados, sudando, hacia arriba, juntos, hace estar más atados a lo que ya no fuimos, sin más recurso que seguir, con el sol que marca los tiempos, con la sequedad que deja ver lo que había debajo; humedad que estaba dentro, entre la hierba, en el más suelo de todas las lluvias. Las manzanas es ese algo que alguien hace por nosotros, y nosotros sin saberlo, sólo, regateamos.
Las manos son arañas en quien recoge manzanas, sus dedos, de las ortigas, sus ojos redondos y colorados de tanto verlas, su salida las estrellas, mientras todo va cayendo en el silencio del cansancio. El tiempo pesa en tanto pasa. Las nalgas acalambradas de quien no hace nada siguen crujiendo. Bien vale un dolor cuando lo que se desprende es una carcajada en quienes miran a ese que se dobla, se quiebra, cae. Ahora lo sé, cansado se ven mucho mejor las montañas, con la espalda rota son más los ladridos, rajado el cuerpo lo mejor es un mate. La discordia de la manzana es la díscola vida. Una hora son cinco ampollas. La jornada es nada si lo que se persigue es ganar. El día es todo cuando rueda una manzana, alguno la recoge, y ella, a todos, traga.

JOAQUÍN SABINA, mi enfermedad

Joaquín Sabina y Gustavo Mota

Joaquín Sabina y Gustavo Mota

¿Quien me abraza esta noche, en 26, en junio, en Madrid?

El que me robó el mes abril. Con Sabina uno puede beberse todas las noches y sin pasar de los veinte cruzar los cuarenta. Lo vi y se atoró la lengua en los tambores de mi corazón. Sucedía por fin, pongamos que hablo de Joaquín. Me miró, enjutó sus famas y con la dama educación correspondió. Mis manos, un sudor atolondrado. La madrugada, sin amargura. Los polvos que no echamos, hechos con amor.  

El primer síntoma apareció en el palacio de los deportes del DF, con kilos de más las ganas, con años de menos las canas y él con mucha, mucha policía cortaba las arrugas de su garganta y, también, las noches de mi mal.  El segundo síntoma apareció verde, sin freno, a cien, sin pagar, donde la última y  nos vamos empezaba a ser  una bebida nunca de más, sobre todo si lo que se escuchaba era conductores suicidas. El sarpullido apareció como baile, y la comezón como lágrima cuando el hombre del traje gris empezaba a asaltar  las noches con desayuno incluido. Dando las diez y las once y las doce y la una y las dos y las tres, quise conocer Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal. Con los primeros granos que aparecieron comprobé las puertas que niegan lo que esconden. Era Madrid, era de madrugada, era de ron y era su letra de piel partida. La alarma apareció cuando durante la noche no había dios que me acostara, entre la cirrosis y la sobredosis, y entre medias Ángel González, bajando en Atocha.

Llegué para vivir en un sitio que conocí a través del oído, berreándolo. Me convertía en fugitivo, huía, acaso buscando el primer bálsamo para los primeros síntomas. Yo, mi, me, contigo, fueron ronchas de madrugada que descubrí sin buscar, sólo rascaba, rasgaba, me hacía sangre. En Galileo Galilei lo vi por primera vez, en el bendito barrio de Chamberí, el primer enfrentamiento. “No me preguntes eso cuando acabo de sacar un disco”, me dijo, díscolo, sin afeitar, con la sinceridad que nunca es grosera si es defensiva. Qué haces con tu dinero, fue la pregunta que lancé y grababa en mi mp10, una grabadora del siglo pasado. Chavela estaba ahí. Sentadita, tan ranchera, tan tras bambalinas, tan yo soy así, tan yo soy esta. Antes, Esta boca es mía, en la Narvarte defeña, hacía bailar la soledad de un mundo descalabrado, en declive, ladeado. Después de los años, en invierno, yo lo abracé, le dije llevo quince años esperando este momento, sonrió sin mirarme, uno más, pensé que decía. Hasta que el día en que tú y él no os vayáis de cañas el mundo no podrá ir bien, me lo dijeron hace diez años. Van quince, y el mundo sigue mal pero no tan peor. El maestro, acuñé. Una noche de atocha es la antorcha que nace con los méxicos que atormentan y con los buenos aires que matan. Una forma que me hace daño de tanto, de tan mucho, de tan imposible, de tan tanto. Joaquín bebe de un vaso que podría ser de whisky o vino blanco, o cerveza (el amarillo tenue siempre imposibilita que sea sólo agua). En su mano el cigarro de plástico lo soporta momentáneamente hasta que el mando de la adicción le conduce a la verdad, al tabaco sin mentiras, y entonces sin alquitranes en la risa.

Como una oruga que regala una rosa me acerqué arrodillando el tono de mi voz: “Joaquín te puedo hacer un par de preguntas… o si lo prefieres…” me cortó, dijo sí, claro, dime, con sus ojos enganchados en los míos, y su garganta desdichada rasgando la felicidad, con los labios sin pena y sus cejas sin orden ni dueña. En Joaquín su tejado es carcajada, responde cuando el humo es humor, y la vuelta es una glorieta hecha de risas. Esta noche, en 26, en Junio, en Madrid, quien me abraza es él. Carcajadas que median la dicha. Grados de más que suman la amistad.

Agosto en Madrid

Madrid, fantasma

Madrid, fantasma

En Agosto no hay heridos, ni accidentados, ni moribundos. Acaso los haya pero esperan a septiembre para acudir con urgencia al hospital. Las ambulancias que llevan la vida en vilo, en agosto, en Madrid, descansan. Imagino la cantidad de ancianos solos y deshidratados, boquiabiertos, hechos cáscara, sin nadie quien les socorra porque todo dios, incluso Dios, está en el pueblo, en la playa o como mucho en el caribe a dos por uno. Hoy, ya septiembre, he vuelto a escuchar las ambulancias que vuelven de vacaciones y vuelan con su sirena ruidosa debajo de mi balcón.

En Agosto los motores de asfalto madrileño hierven la siesta veraniega de la península soporífera. Las tres de la tarde de la Gran Vía que ni es grande ni es vía aparece como una figura fantasmal, sin gente, y con un sol que quema semáforos, calvas, glorietas, tiendas, pasos de cebra y prisas sin brisa. Los únicos seres humanos son turísticos seres que no se enteran que los cuarenta grados pueden dorar y matar.

Las bermudas con sandalias muestran al desnudo los vellos bellos de axilas y piernas, las pieles de gotas de sudor citadinas, que pasean bajo la promesa cierta de una urbe que huyó a los benditos Benidorms con paella y rutina incluida. Mientras, en Madrid, las verbenas santorales de agosto hacen su agosto con calimochos de Don Simón, la mejor tentativa para partir las noches y hacerlas mas largas, desnudas y en vela. Los Santitos Santiagos, San Lorenzos, Palomas, Fermínes, Almudenas, son pilares de pilaricas y manolos en fiesta que bailan la crisis repetida, que pese a tener las carteras vacías, salarios cortos, hipotecas en romojo, deudas en los cuellos, letras impagadas, y lamentos económicos, cantan los versos de una sevillana que vuelve al “jode que caló”

Los veranos de la villa son de ricos. Espectáculos a precios imposibles, por ello, la piscina pública es mar mediterráneo en Chamberí. Los autos son pájaros y los pájaros son hojas verdes, redondas, con pies que son frutos y tallos que son de sol. En verano las horas son olas, las noches atardecen a las diez de la mañana, las terrazas son tazas donde el café es vino y el tinto es blanco. Las letras son de sal, los apetitos de agua, las ensaladas abrigos de medio día, las siestas benditas y sudorosas. En verano se fuma menos para beber más, se duerme menos para estar más despierto, se sonríe porque es inevitable, porque los ojos son flores y la arena es de asfalto. El silencio del verano no ensordece porque es una pausa que huele, un acorde que acuerda, una marea que está siempre formándose. Los veranos debieran ser leyes, normas, jurisprudencias que ahuyenten a la prudencia. El verano calienta, tanto y tan bien que no hace falta ropa si no es de piel. Los días son anchos y el tiempo se hace corto porque corta cualquier indiferencia. Las horas sudan sabiendo que son hermosas porque tienen final, y en este caso, final se llama septiembre.