Y esta semana el Premio Cervantes a Juan Goytisolo. El año pasado a Poniatowska, cuya historia fue…

ELENA PONIATOWSKANo recibí la convocatoria de la rueda de prensa que dio Poniatowska en la Biblioteca Nacional de España con motivo de la entrega del Premio Cervantes. Me enteré por los periódicos y llamé a la embajada de México, y ahí me comentaron que ellos no llevaban la agenda de la escritora mexicana, que era el Ministerio de Cultura. Llamé, y hablé con la jefa de prensa, que accedió a darme el teléfono de Felipe Haro, hijo de Poniatowska y persona que controlaba los pasos y las entrevistas de la autora. Llamé a un número celular de México y nadie contestó, ni una, ni dos, ni tres, ni dieciséis veces. En esos momentos en que yo llamaba, sabía que la escritora almorzaba en el Palacio de la Zarzuela, con su majestad el Rey. Por ello supuse que era normal que no atendiera el teléfono, pero pasadas las horas que aumentaban mi desesperación, volví a llamar a la Jefa de prensa del Ministerio explicándole la situación. Su ayuda confidencial fue grande, me dijo: Lo único que te pudo decir es que ella se hospeda en el hotel Lusso, de la calle Infantas. Fue entonces que llamé y Carlos, el chico de la recepción me confirmó que sí, que ahí se hospedaba la premio Cervantes. Pedí con ella y no estaba. A las cinco, volví a llamar al hotel, y me confirmaron que ya le habían pasado mi mensaje, y que el hijo me llamaría. Previendo que eso nunca sucedería, ordené al cámara: “vamos al hotel, ahí la pillamos, y si hay que hacer guardia, la hacemos”. Para esto, precavidamente, había buscado la foto del hijo en Internet, y ese rastreo fue lo que permitió llegar a Poniatowska.

Llegamos al hotel que era austero, sencillo, elegante pero sin lujos, y empezamos por grabar imágenes desde afuera, cuando repentinamente salió del hotel un hombre de mediana edad, regordete, era al hijo que llevaba buscando más de seis horas. Lo vi y le grité, le dije quien era haciéndole un informe parecido a un ruego. Se disculpó, me dijo que ese número de celular se le había estropeado, y categórico indicó, sígueme, pero sin la cámara de televisión. Entré al hotel, a la cafetería y ahí estaba Elena, en la hora de la siesta, vestida elegantemente, rodeada de mujeres de su misma o parecida edad, arropada por la amistad. “Mamá, mira, es Gustavo, es periodista y desea hacerte un par de preguntas, no será mucho tiempo”. Poniatowska me miró, vio a sus amigas, y dijo claro que sí, cuando una hora antes estaba con el Rey y horas más tarde recibiría el Premio Cervantes, el máximo galardón de las letras en español. Dijo que sí y sin remilgo, dijo que sí y sonriendo, dijo que sí pese al cansancio que ya arrastraba, pero que ni en ese momento, ni después, ni nunca, hizo que su sonrisa desapareciera.

Entró el cámara, preparó las luces y empezamos la entrevista con la mejor entrevistadora de México

Y concluimos el encuentro, y ella se convierte en la preguntona que siempre ha sido. Y me dice:  ¿Y usted de dónde es? ¿Y dónde vivía? ¿Y se siente bien aquí? ¿Y hace cuánto que se vino a España?. Y sigue y anda, y pregunta de todo a todos.

Poniatowska, antes de subir a su habitación se dirige a la recepción porque la han dejado sin llaves. Carlos el recepcionista le entrega una bolsa y un ramo de rosas. Regalos que recibe con una gran sonrisa y que no se los queda, todo lo reparte, las rosas para una amiga, los bombones para sus nietos.

Y se va, pero antes, su última pregunta: ¿Hoy que día es?

Y es día 22 de abril de 2014, el día previo al Cervantes, un premio que ha sido, creo, el reconocimiento a una escritora y a una periodista, a un oído y a una letra, a una pregunta que sólo en boca de Poniatowska, obtiene respuesta.

EDUARDO GALEANO Vena abierta

Eduardo Galeano

La cita con Galeano es a las doce de la mañana, en el hotel donde pide alojarse cada vez que visita Madrid: El hotel Moderno, en la calle Arenal, un tres estrellas a cincuenta metros de la Puerta del Sol. La entrevista ha sido concertada a través de Violeta Medina, una chilena que trabaja como agente que promociona libros, películas, obras de teatro y demás salsas culturales, sobre todo, que tengan que ver con la parte sudaca (latinoamericana) que llega a España. A ella le debo llegar a él.

Y llego al hotel, junto con el camarógrafo, y nos conducen a una sala oscura, de sillones grandes y blancos, y negros también, lámparas encendidas, moqueta roja, mesas de mármol. Un sitio lúgubre. Viejo. Con librerías sin libros, con cuadros de pinturas clásicas y marcos dorados, donde sobre un escritorio hay una maquina de escribir sin hojas, una vela encendida, y un florero sin flores. Unas paredes pintas de color verde oscuro.

Aparece Eduardo Galeano, quien baja de la habitación 309. Nos saludamos y le llama la atención los cables por el suelo, las luces de televisión, el desparrame técnico que contrasta con la solemnidad del sitio. Pero aparece con una sonrisa parecida a la del Wason. También con unas cejas parecidas a las del Wason. Los pelos que le quedan son blancos, brillantes, como su calva, y algunas de sus ideas, que algunas deslumbran, como su calva. Aparece y la voz va por delante de sus pasos. Su tono es de olas calmas, sus formas cambian según el grado de cordialidad o indignación que le suponga cierta sombra o determinado rayo. Busca su acomodo. No desespera ante los preparativos de luces y cámara. Es sereno. Eduardo Galeano es conocido y reconocido por Las venas abiertas de América Latina, su obra, obligada y releída, en muchas escuelas, juventudes y academias. Arranca hablando de historia, y dice: “la historia es una paradoja andante, y que la contradicción le mueve las piernas, que sus silencios dicen más que sus palabras y que con frecuencia las palabras revelan, mintiendo, la verdad”. Esto lo argumenta cuando habla de “Espejos”, libro con el que se planta y lleva por el mundo para hablar: “Me parece que no existe la verdad, me parece que hay muchas verdades. Siempre he dicho que desde el punto de vista de una lombriz un plato de espaguetis es una orgía, depende de dónde se coloque uno para ver las cosas. Lo que intenta este libro es recuperar la mirada de los que estuvieron pero no están porque no les dan lugar”.

Para explicarse mira sus dedos, acaricia sus pulgares, redobla su dicho en la calma que brinda verse en los espejos y saber que hay cosas que sólo vemos a partir de su reflejo. Galeano, reflejado, suelta: “Cuando los años van pasando el espejo ya no nos gusta, decimos, está mal hecho, sin embargo, los espejos están llenos de gente que vive en otros lugares del tiempo, así, el mundo no es ni ancho ni ajeno”. Pareciera que a Galeano le sirve su espejo para mirar lo que viene detrás y explota por delante. Por ello, quizá, su lectura del tiempo: “Los tiburones no tienen marcha atrás y la historia tampoco, pero a veces, a fuerza de tanto olvidar lo que ocurrió, volvemos a tropezar. La memoria que hoy vivimos es única y excluyente, mutiladora, el arcoíris terrestre es mucho más amplio que el celeste pero está empañado por el machismo, el elitismo, el militarismo”.

dedicatoria Galeano

Los calcetines rojos de Galeano no combinan con el azul de su pantalón, camisa y ojos, pero sí, con el rosado de su rostro, encendido cuando denuncia: “El mundo siempre caminó pero el racismo ha robado nuestra memoria primera. Todos venimos de África, somos africanos emigrados, el sol se ocupó del reparto de los colores pero originariamente el bichito humano salió caminando del África en una época en la que no se exigía mas pasaporte que las piernas”.

Eduardo Galeano contesta sin reloj, sus palabras son de goma, elásticas y monótonas, las ideas le brotan como hongos, espontáneas y necias, algunas incluso de tanto repetir pareciera que resbalan en los lugares exclusivos de la insistencia. Sus creencias zurdas las expulsa como en un monólogo: “En el mundo sigue habiendo ciudadanos de primera, de segunda, y de tercera categoría, pero también muertos, entonces no es que fuimos todo, fuimos mas que un proyecto de lo que podemos ser. Yo siempre digo que el mejor de mis días es el que todavía no viví”.

Este uruguayo mide casi dos metros de caballerosidad, y de cera y cerámica son sus modales, no así sus luchas que destilan una robusta indignación, está cabreado, sus dientes son desiguales, pareciera que estuvieran alterados por la molestia que le genera el racismo. Dice que Espejos lo escribió como un homenaje a la diversidad, y que todos los prejuicios racistas le producen asco, tanto que le hacen extender sus brazos y llevárselos al cuerpo como si le doliera el estómago, algo apesta dicen las manos que tapan su nariz cuando imita a los que dicen: “Por culpa de estos que vienen de afuera y trabajan el doble a cambio de la mitad, nosotros, los aquí nacidos, no tenemos trabajo, ese tipo de discursos que lamentablemente cada vez se escuchan más, y que tanto daño están haciendo, equivale a criminalizar la inmigración. Aparte de eso, niegan la diversidad, o sea niegan la posibilidad de que seamos múltiples, niegan lo que rompe los ojos, y lo que rompe los ojos es que lo mejor que el mundo tiene está en la cantidad de mundos que el mundo contiene. Todas las constituciones reconocen el derecho a la libre circulación de las personas, y todas mienten porque en los hechos ese derecho no se da”.

Con Galeano pareciera que los mejores espejismos son los que incitan a ver cómo nos ven, y saber cómo somos. Este escritor escarba y estremece a la hora de contestar qué oscuridad marca nuestro tiempo: “Hay varias”, ríe y enumera: “El racismo, el machismo, el elitismo, el militarismo”, hace una escala, se detiene, toma aliento, y explica: “Fíjate, cada minuto mueren diez niños en el mundo por hambre, o por enfermedad curable, y cada minuto se gasta medio millón de dólares asesinando a inocentes en Irak, eso es oscuridad pura”. Otra oscuridad: “Cada querencia de la tierra tiene su propia manera de decir y lo peor que se nos quiere imponer en nombre de la globalización es una suerte de bobalización que nos obliga al lenguaje único que nace de las órdenes de lo que el mercado dicta”.

“Espejos”, cuenta Galeano, nació en Cádiz a partir de que se perdió. Relata que preguntó a un hombre: “Oiga, cómo hago para llegar al mercado viejo, y me responde: muy fácil, tú haz lo que la calle te diga, y este libro lo escribí haciendo lo que la calle me dijo, o sea, el libro me escribió, que es lo que pasa con los libros cuando los libros son de verdad, así como el buen vino, te bebe”.

Eduardo Galeano se reconoce fútboladicto pero ello no le impide reconocer las luces y sombras de ese deporte: “En la actualidad el fútbol es una mercancía, se ha olvidado de que es una fiesta de las piernas que se juegan y de los ojos que lo miran; hoy en día es la industria más lucrativa del espectáculo, cuando el fútbol merece ser la única religión sin ateos”, concluye, y empotra una despedida con su firma que es dibujo, un cerdito.